La Vida y momentos de los pueblos

por Mel Adames

Un análisis somero de la condición de la cultura, los pueblos y los individuos, de seguro arrojará un balance más inclinado a lo negativo que a lo positivo.

Por alguna razón que aun no entendemos, este tipo de análisis es casi siempre abordado con más tesón durante los procesos electorales de nuestros respectivos países.

Es como si esa necesidad para la evaluación, la renovación y la actitud que debe existir hacia el compromiso comunitario, serio, no revistiera la misma importancia y urgencia, en ningún otro tiempo o momento, y por consiguiente, es en estos momentos en la vida de los pueblos, cuando todo el cúmulo de frustraciones, desengaños y desilusiones, aflora.

Bueno, personalmente, ya sea que ese balance se incline hacia una u otra vertiente, pienso que esto es más bien un síntoma de los individuos más que de los pueblos mismos.

En su discurrir comunitario, los pueblos mismos han experimentado, en la mayoría de los casos, algún nivel de desarrollado; su configuración urbana, la organización social, y aun algunas de sus instituciones, han venido a ser mejores entes de servicio para la comunidad.

Muchos de nuestros pueblos han venido a ser mejores ciudades, con mejores infraestructuras. En muchas de esas ciudades y pueblos, el desarrollo urbano es apreciable, de esa manera convirtiendo a esos pueblos en ciudades en las cuales la vida misma se tornado menos pesada y tortuosa.

Sin embargo, la gente—que habita esos pueblos y ciudades—es ahora, en la gran mayoría de los casos, menos comunitaria, socialmente menos responsable; más egoísta, menos dada a buscar el bien común o el bien de los demás.

Aunque los pueblos serán siempre los mismos y, en muchos casos, hasta mejores, ahora la gente—como una tendencia generalizada—es más solitaria y menos gregaria. Tal parece que la gente, contrariamente al aparente despuntar de sus pueblos y ciudades, va en proceso de devolución: progresivamente de mal en peor.

No importa en dónde hayamos nacido, crecido o hacia donde hayamos emigrado; lo bueno y lo malo que tenemos—o que somos, está o se va con nosotros adónde quiera que vayamos o nos encontremos.

Estos desajustes, ya sean de índole social, cultural o espiritual no se remedian por medio de unas elecciones. Ciertamente este o aquel candidato no debe siquiera presumir tener la solución para el descontento popular reinante.

Aquellos que ejercen su deber constitucional, no han de esperar resultados mágicos. Los que son más visionarios, deben estar animados más bien por un sentido de compromiso social y comunitario, que por alguna utópica aspiración—muy común en el discurso político de nuestros días.

Como dice la máxima americana: Adónde quieras que vayas, ahí estarás. Es a nosotros—ciudadanos de la tierra, parroquianos de esas comunidades y parajes—a quienes nos toca hacer de nuestra familia, una mejor familia; del lugar, un mejor barrio, un mejor pueblo—un mejor País.

Casi nunca me inclino a citar palabras de aquellos que no comulgan con mi cosmovisión bíblico-cristiana, pero en este caso quisiera hacer, si me permiten, una excepción. El gran líder hindú, Mahatmas Gandhi lo pondría muy sucintamente:

Qué todos ahora barran en frente de sus propias casas—así todo el mundo estará limpio.

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