Tratando de recuperar el alma, cuando se ha perdido el corazón

Adames
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por Mel Adames

Dos realidades han aflorado, a raíz de la masacre en Orlando, Florida. La primera es dolorosamente obvia; la segunda angustiosamente elusiva.

En la primera de estas realidades, los Estados Unidos están, indudablemente, entrando en una etapa en la que la nación necesita—֫desesperadamente—definir su razón para sobrevivir.

En la segunda realidad, la nación del Norte amerita encontrar de nuevo su alma, justo en el momento histórico preciso, en el que la nación aparenta dar indicios de haber comenzado a admitir haber perdido su rumbo.

Pero, si hay algo ha quedado demostrado en medio de toda la angustia, confusión y acusaciones, a raíz de los trágicos eventos en Orlando, es que los Estados Unidos—la aun joven república del Norte—han perdido la noción en cuanto a qué es lo verdaderamente importante para su supervivencia.

Atrapada entre tantos diferentes cruces de caminos, los Estados Unidos ahora se abocan hacia un periodo de introspección político-social, el cual pudiera marcar su futuro a largo plazo; solo que, de acuerdo a como marchan las cosas últimamente, objetivos a largo plazo constituyen una proposición un tanto fantasiosa.

En un acto de absoluta demencia político-social, la nación de Washington, Lincoln and Jefferson reúsa neciamente reconocer la amenaza que se ha lanzado hacia sus playas.

En una reacción aun más descabellada y obtusa, el gobierno de los Estados Unidos busca encontrar cotejos político-sociales, por medio de los cuales pueda racionalizar el indetenible socavamiento de sus instituciones y sus costumbres. Este socavamiento no es nada nuevo; el mismo ha estado tomando lugar durante varias décadas ya.

La nación norteamericana se debate ahora entre espurios argumentos en contra y a favor de políticas de inmigración que no van a tono con la cordura o el buen juicio, y las conceptualizaciones torcidas de un sector que quiere imponerle—desde adentro—una su-cultura de “apertura e inclusión.”

Siendo un conglomerado de estados semi-autónomos, los cuales reflejan una variada colección de diferentes andamiajes sociales y culturales, los Estados Unidos se tambalean en la búsqueda de una solución juiciosa que garantice el sostenimiento de su lenguaje, el mantenimiento de su cultura y el fortalecimiento de sus límites fronterizos.

Con cada evento que ocurre, con cada nuevo inmigrante, y con cada amenaza que asalta su soberanía, los Estados Unidos lentamente están sucumbiendo ante los embates de una cantidad abrumadora de lenguajes, ante el influjo de costumbres lejanas, y ante la disolución de sus fronteras.

No caben dudas de que la avalancha del trans-culturalismo, impuesto por los sectores de la izquierda global, parece estar echando raíces en medio de su sociedad misma.

Y como si todo ese cuadro no fuera en sí mismo, preocupante, los Estados Unidos ante la implacable determinación del radicalismo islámico, ahora se debaten entre sus confesas aspiraciones de llegar a ser una nación que acoge a los afligidos y cansados del mundo, y una nación que necesita, a todo costo, defender y robustecer su propia alma.

Tristemente una nación, que fracasa en mantener su cultura, no tiene los adecuados elementos de juicios que le puedan asistir en el sostenimiento de sus costumbres, las cuales se ven amenazadas ante el asalto de culturas y costumbres foráneas.

Por la misma razón, la nación que tímidamente elige las posturas de multiculturalismo, no es una nación que pueda efectivamente preservar la cohesión social necesaria—cuando en su tierra se ha dejado de hablar un lenguaje común.

Cuando se asume—desde adentro—que todos pueden vivir en una especie insólita de un estado fluido, donde reinan la incertidumbre política, social y cultural, ninguna nación merece—dadas esas deficiencias—la oportunidad digna de re-establecer sus vínculos, o el privilegio de reafirmar sus aspiraciones, ni la aspiración misma de fortalecer su aéreas débiles; esto último ha estado siempre reservado para naciones fuertes, con aspiraciones nobles y férreas.

Las nociones propias del multiculturalismo, y la globalización, impuestas desde adentro en la sociedad estadounidense, no son huéspedes ávidos en esta lucha a vida o muerte, en la que ahora se encuentran enfrascados, no sólo los Estados Unidos, sino toda la civilización de occidente.

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