La cultura del dictamen y el pasado de la Inocencia

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Por Mel Adames

Es bien sabido que la contienda electoral en los Estados Unidos se ha convertido en un verdadero anfiteatro de acusaciones, alegaciones y mal información. Las acusaciones vuelan por los medios virtuales, como palomas espantadas al aire en medio de la Plaza de la Restauración.

Ahora ya nadie se toma el tiempo para la mesura jurídica, la consideración de las circunstancias, o la simple verificación de los hechos. Todo se lanza a la palestra pública, sin el menor de los escrúpulos. El fenómeno ocurre a ambos lados del espectro político. Este ha sido práctica común de los demócratas, y más recientemente, algunos republicanos parecen haberla abrazado también.

Por desgracia — y gracias a la «corte virtual de los medios sociales» — ya nadie cuenta con el beneficio de la Duda Probable, y todos, imbuidos por el apoderamiento virtual, posible sólo en los medios sociales, ahora pueden decir o formular las acusaciones que se les antoje, sin miedo a sufrir consecuencia alguna.

Ahora es «todos contra todos», y en la sangrienta lucha que de desenlaza, una gran mayoría se jacta ciegamente en poder tener, lo que, en mi opinión, parece ser un malvado e incontrolable impulso a la destrucción personal.

En nuestro tiempo, los acusados no disfrutan ya del privilegio de ser considerados inocentes, pues todas las alegaciones y acusaciones son lanzadas indiscriminadamente al público, mientras que el publico en general asume — para detrimento de la sociedad misma — que dichas acusaciones y alegaciones han de ser factuales y verdaderas.

Y es que el precepto jurídico del libro de Deuteronomio del Antiguo Testamento — en la Biblia — ha sido descartado del todo, en aras de un sistema jurídico populista, en el que aquel que levante el mayor numero de acusaciones y sospechas, gana.

El requerimiento jurídico de Deuteronomio de «que toda cuestión fuera ventilada con la corroboración de dos o más testigos» no retiene ya la valía judicial que le era propia en aquellos tiempos cuando la civilización no había descendido aun hacia el desvarío cultural que marca nuestros días.

La utilidad jurídica de contar con dos o más testigos, no consistía simplemente en la preservación del beneficio de poder establecer o de negar la ocurrencia de los hechos.

La utilidad jurídica en cuestión, era necesaria para prevenir el asalto, que contra el orden establecido, seria introducido por hombres y mujeres carentes de virtudes — si a estos últimos les fuera conferido el derecho abierto a la acusación, sin mayor necesidad del acopio de pruebas o el establecimiento de la confiabilidad.

En ese atolladero han caído ambos: Demócratas y Republicanos. En la resultante descomposición social que terminará contaminando aun más una cultura ya hastiada de la desfachatez, la alevosía y al intriga pagada, será la nación misma, la que acumulará los daños y perjuicios, productos de una sociedad hambrienta de la gratificación instantánea que emana de la disponibilidad de los medios sociales.

Aquel que aun espere que — de alguna manera visionaria y utópica — la condición humana habría de ser capaz de producir un mejoramiento que conduzca a la elevación de las virtudes, el restablecimiento de la moral, y la re-inserción en la médula social de la responsabilidad individual, ha estado viviendo en «La-La Land» — como dicen los norteamericanos.

Personalmente, yo quisiera apropiarme de las palabras del más prolífico escritor en el Nuevo Testamento. Es para todos patentemente obvio, que de ahora en adelante aquello de: Sálvese quién pueda…» pudiera muy bien constituirse en la ley virtual que regirá esta era cibernética. Así que, de aquí en adelante — como diría el apóstol Pablo «Nadie me cause molestias, pues llevo en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús».

El descaro y la desfachatez de la condición humana, ya no me sorprenden.

Deuteronomio 19:15-20.

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