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José Beato vs. piel de indio, historia de una provocación

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“Cuando yo era niño, en la estepa salvaje, se ofendía con la sola intención de iniciar una reyerta, era casi un acto-reflejo, una respuesta casi instintiva, una reacción provocada y esperada, al decir: “lambón, maldito, tu maldita m.., desgraciado”, se esperaba y buscaba el ataque”. (Twit).

Siguiendo la línea.

Por: Valentín Medrano Peña.

Mi casa era la numero 32, y significaba y encarnaba ese número todo lo que contenía ese cuartucho pequeño con todos los miembros de mi familia y los pocos muebles de la misma. Éramos los de la 32.

Siempre estaba abierta y como ocupábamos una esquina, la casa poseía tres puertas de entradas y salidas, 32, si eso éramos nosotros, éramos más conocidos por ese número que por nuestros nombres. Así era todo allí, reducido al número de la vivienda, nosotros los de la 32, los de la 33 que eran la señora Estela y su esposo Juancito, que vivían solos, no procrearon hijos, los de la 34 que eran los Caditos, Carlos Pérez, un hombre de muchas historias, locuaz y entretenido, siempre con anécdotas para cada ocasión, este vivía con sus hijos, siete en total, pero a la suya acudían oleadas de niños de la barriada, pues aparte de las espectaculares historias que contaba don Carlos Pèrez (Cadito) en el patio de la casa se hacían una variedad de actividades, aveces era una escuela de cocina rupestre, otras un gimnasio de boxeo donde él instruía a sus hijos y a otros jóvenes en el deporte de las narices chatas, dos de sus hijos, Miguel Ángel (Lolo) y Juan Carlos (Ñego) fueron muy buenos pugilistas a nivel regional, llegando el último a recibir el mote del campeón, tanto en inglés como en el español. El champion era nuestro representante en las lides boxisticas.

En la casa 36 vivian los moñitos, los hijos, todos varones, de Javier Guzmán, el honorable maquinista del Ingenio Boca Chica y miembro de la Logia Mayor y de su mujer Ramona Beato (Moñito), uno de cuyos hijos se dedicó con ahínco al estudio e investigación científica, llegando a ser conocido a nivel de toda la nación primero como periodista y luego como principal dirigente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa (SNTP), José Beato, y además se licenció como abogado y como contable.

Muchos de los muchos jóvenes circunvecinos se convocaban a la amplia emplanada que se formaba entre el colmado de Don Bienvo, Bienvenido Ortiz y varias paredes, el colmado lo conformaba la casa-bodega más grande del entorno, y la única con techo de cemento, esta estaba en una bifurcación de calles que se alejaban en forma de Y teniendo a ese colmado como el punto divisor, y al frente se formaba un triángulo Perfecto entre la pared de la pollera del Gordo, el colmado y las palizadas de los caditos y de Estela.

Conocía unas pocas más personas, quizá distante a no más de tres casas en ambas direcciones de la calle G y otras pocas en la calle K, calles que conformaban la esquina de nuestra humilde vivienda. Ese era todo mi mundo, eran todas las personas que conocía y a todas las que amaba.

Era ese momento, aquel entonces, mi despertar al mundo, no podía recordar nada de lo vivido antes, fue como un destello que aperturó la vida, una explosión cargada de conocimientos, unos pocos, casi instintivos, para ser un ente, un nacer a la vida despierta, a la vida vida.

El entorno no era poco hostil, lo que hoy se conoce como bullying era la normalidad, y había una regla tácita, siempre se debía defender el honor propio y el de la familia.

Ahí aprendí el valor abstracto de las normas, pues una línea divisoria rayada en el suelo con una pequeña vara, significaba lo intransgredible, y la borradura una declaratoria de guerra, una invitación a pelear, pues cada lado de la raya representaba a cada una de las progenitoras de los dos a cada lado de la misma. Y borrarla era pisotear a la madre ajena.

Al final de la calle G, en el medio de un predio rodeando de frondosos árboles vivía Piel de Indio, nunca supe su nombre real, este fue el primer adolescente que recuerdo haber conocido y que se comportara como tal, era poseedor de un cuerpo macizo, fornido, como los fisiculturistas, era arrogante y ermitaño. Todos los muchachos de mi mundo, los más grandes, aspiraban a vencerlo en una pelea, pelea, era el diario vivir, llegar apaleado a casa y aprender miles de excusas del porqué, la cotidianidad.

Había muchos motes que representaban el botón de encendido para convertir en gladiadores a los muchachos, eran su palabra clave, indeseada y afrentosa, la que resumía toda mofa posible: “boquilloso, peligallo, narizú, black & white, castillito, lambusco, cebolandia, salaito”, entre otros, eran un obturador para convertir en atacantes a los chicos, cada quien el suyo. Si les decías el odiado mote específico era porque procurabas pelear con el receptor del odiado sobrenombre, era un lanzamiento de reto, una declaración de guerra.

Los muchachos más grandes se mofaron de José Beato y su calidad para la pelea, era una acción de psicología inversa para obligarlo a retar a Piel de Indio, le decían que el miedo lo invadía tan solo de pensar en una lucha contra el fornido adolescente, en verdad era impensable que pudiera siquiera resistir mucho, menos el ganar, pero la motivación surtió sus efectos, y le increpó una tarde solariega la palabra clave a Piel de Indio, no recuerdo exactamente cual era, la vociferó, y le hizo poner furibundo y abalanzarse sobre Beato lanzando puñetazos. Fue una pelea corta de múltiples knockouts, Piel de Indio noqueó a Beato, Rubio, hermano inmediatamente mayor de Beato, noqueó a Piel de Indio, y tuvo que seguir noqueando a varios contrincantes a los que no conocía por sus nombres.

Fue la primera derrota de José Beato con muchos triunfos, empero, pocos dias después ganaría en revancha contra Piel de Indio.

Me gusta pensar que cada quien tiene una palabra clave que es impronunciable, que le afecta y duele, que siente le lacera y le aminora, y procuro no mencionarla, pues no buscaría una reacción violenta o un enojo o tristeza, que es sin dudas lo que la niñez me enseñó que ello provoca.

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