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El fiscal Fernando Quezada inauguró la investigación penal. Historia de una injusticia

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Por: Valentín Medrano Peña.

Siempre nos sentimos tentados a iniciar un escrito con la frase “Erase una vez”, como forma de saber que habrá sin dudas un final feliz, tan necesario hoy día. Pero esta historia no es un cuento de hadas, sino un vívido retrato de nuestro acontecer reciente.

Eran los albores de finales de los años noventas. periodo de gobierno 1996-2000, y el joven Fernando Quezada había sido designado Procurador Fiscal en el Cibao. Para la época, los fiscales que a pesar de legalmente tener asignada la responsabilidad de la acción penal pública, no investigaban y su labor se reducía a hacer requerimientos conclusivos. Es decir, solicitar penas.

El proceso penal no era un proceso sino un torpe y arbitrario trámite. Los jueces podían libérrimamente, y con apego a la ley-oprobio de la época, prescindir de todo prueba y absolver o condenar, mayoritariamente condenar, a toda persona imputada por medio a la denominada íntima convicción, que no era más que una decisión resultante de la apariencia, metal de voz, discurso oral y visual y fenotipo del imputado. Era lo que le pareciera al juez. Era aunque no fuera o hubiera indicios de ser. Se estaba condenado antes de ver de frente a un juez, a no ser que se tuviera la suerte de ser favorecido previamente con una libertad bajo fianza o un Habeas Corpus, que eran procesos escritos y cerrados, y que para la época lograban poner fin al proceso.

El juez presuntamente investigaba y era dueño del proceso, y la función de fiscal se limitaba a ser un sello gomígrafo de la actividad policial.

Los hombres son el motor de los cambios y de cuando en vez alguien nota lo incorrecto o injusto de un procedimiento y acciona convirtiéndose en pilar del cambio o la corrección. Así un día, el juez Antonio Sánchez Mejía, juez penal del Distrito Nacional, observó lo ridículo del interrogatorio de los deponentes en el proceso penal a través del juez. Cada pregunta iba dirigida al juez, quien luego como eco responsivo dirigía las mismas preguntas, con el mismo orden de palabras, a los interrogados, a los fines de obtener sus respuestas. Pero ese día, el juez Sánchez, decidió producir una transformación memorable. Permitió que los testigos fueran interrogados directamente por las partes, aportando al sistema un cambio que luego tuvo que ser acogido por ley como garantía procesal.

Asi aconteció con el joven fiscal Fernando Quezada. Siendo apoderado de un caso de posesión de drogas. Había algo del parte policial que le apoderó que no estaba muy claro.
Ese día, consciente de que aperturaba un derrotero diferenciatorio, decidió investigar. Hizo un descenso al lugar del arresto y presunto hallazgo. Interrogó a testigos y pudo apreciar un hecho previo que ponían como contrincantes a uno de los agentes actuantes y al imputado.

El joven imputado juraba su inocencia, pero el llanto que acompañaba sus ruegos de justicia no era de arrepentimiento o la típica tristeza que produce la desgracia y el fracaso en una empresa criminal. Su llanto tenía algo del desconsuelo que produce la impotencia y la ira por sentirse víctima de un abuso. Y por ello, algo de aquel cuadro espectral motivó la acción investigativa del Fiscal. En sus fueros internos sentía la necesidad de llenar los cuestionamientos surgidos de las dudas que le producían las escasas pruebas que en la época se exigían para malograr vidas. Y es que el joven imputado portaba la apariencia de hombre respetuoso y moralmente comprometido. Era un bonachón aparente. En más de una hora que duró frente al Fiscal, el imputado apenas pudo balbucear su nombre para continuar sumido en un llanto amargo y lastimero.

En su investigación el fiscal Quezada pudo determinar la existencia de un lío de faldas que enconó al agente policial respecto al imputado. Además varios testigos dieron su versión de que al ser arrestado y requisado, al imputado no se le encontró la cajita de fósforos con varias porciones de drogas que luego le imputaron.

Ya en audiencia, el joven Fiscal decidió retirar la acusación. Lo que fue rechazado por el juez que ordenó la celebración del juicio conminando al fiscal a concluir al respecto. Y luego de escuchar a los testigos que descartaban la participación del imputado en la acción criminal, y al Fiscal solicitar la absolución. Quedando como única prueba a cargo, el acta levantada por el policia ausente en el juicio.

Luego de una corta ponderación, el juez decidió condenar al imputado al mínimo de la pena que eran tres años. Para el juez el intento denegado de retiro de acusación, el pedimento de absolución, las pruebas a descargo tenían menos valor que un papel escrito por un agente policial con clara animadversión en contra de un imputado al que disputaba el amor de una mujer.

El periplo carcelario de aquel imputado duró dos años y nueve meses de una angustiosa e injusta condena. La corte de apelación ratificó aquel desafuero y la Suprema Corte casó con envío al oasis jurisdiccional de San Francisco de Macoris que hizo trizas aquella aberrante sentencia, ordenando la absolución de quien nunca debió ser imputado.

Años después. Aún lloroso cuando rememora aquellos días. El otrora imputado, hoy próspero comerciante me inquirió le agradeciera a aquel fiscal honesto que creyó en su Inocencia. Hoy, la constancia en el trabajo, el denuedo y la responsabilidad le han permitido escalar a aquel joven fiscal hasta convertirse en Director de Persecuciones del Ministerio Público, por lo que las manifiestas palabras de encomio tendrán que encontrar a alguien que lea la historia aquí impresa y que guarde cercanía con el funcionario judicial, se convierta en mensajero de aquel merecido agradecimiento al ya no tan joven fiscal pero igual de responsable y eficiente funcionario.

No es el final feliz deseado, pero al menos las penurias sirvieron para forjar experiencias y actitudes de justicia

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