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Pido condenas. Exijo condenas. Y un Poncio el prefecto imperfecto

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Por: Valentín Medrano Peña.

Era su prueba decisiva. Aunque había sido el prefecto y juez supremo, representante del gran imperio romano ante Israel y las regiones cercanas, jamás había tenido ante sí a un completo inocente, y jamás había tenido tantas presiones para producir una específica decisión.

Los miembros de los más elevados concilios israelitas, representantes diplomáticos ante el poder que ejercía, entendían como a un peligro para la estabilidad y sus gobernanzas a aquel imputado. Jesús, un nazareno nacido humildemente y que predicaba de forma distinta, hacia el bien y actuaba con demasiada cordialidad y compasión, se hacía demasiado popular, su fama se acrecentaba y eran cada vez más sus seguidores. Pronto podría ser una fuerza incontrolable, cuyas alas debían ser cortadas antes de que pudiera emprender grandes y peligrosos vuelos.

El día del juicio tenía un interés especial. Dos imputados por violentar el status quo, este Jesús, y al Barrabás, acusado de sedición y de tomar las armas contra los romanos.

Al analizar los casos, previo al sometimiento de los acusados, Poncio, un hombre de fuerte carácter, formado para la justicia romana, y que había abrevado de los mismos propulsores de la ley, tenía un claro designio, condenaría a Barrabás, pues sus delitos estaban determinados por incontrovertibles pruebas y absolvería al nazareno, que en definitiva le lucia iluso e inofensivo.

Al terminar el juicio entró en sus aposentos, vio su imagen reflejada en el brillante escudo adornado, que salvó la vida de su padre en innumeras batallas y que conservaba como tributo a la gloria que le legó. Por un momento se quedó fijo tratando de reconocer la imagen, ahora distorsionada, que le devolvía el escudo. No se reconocía, no era el mismo y se recriminaba su decisión. Había cometido el peor pecado para un juez, condenar a sabiendas a una persona inocente. Sus remordimientos le acompañarían por siempre, haciendo miserable su vida en la misma proporción que crecía la fama y gloria del inocente crucificado.

Hoy, decenas de cientos de años después, las sociedades como la nuestra, parecen procurar, de forma enfermiza y retorcida, los mismos abusos de esa época. No aprendimos de amor y de justicia, somos reiteradores y aupadores de condenas tendenciadas.

Ver enjaulado a un ser humano, cuál fiera salvaje, es un placer que causa un éxtasis indescriptible. La gente quiere presos, pide presos, quiere gente condenada, enjauladas, disminuidas a la condición animal, y en su interior crece esa sensación de odio, una enorme aversión, no basada en pruebas, sino en el deseo morboso de pisotear y arañar y morder con su mayor intensidad a aquel a quien le teledirigen a aborrecer.

Les llaman régimen de consecuencias, les llaman aplicación de la ley, les llaman sed de justicia, les otorgan cientos de calificativos justificativos, a lo que es una manifestación libre y desbordada del odio.

El amor todo lo puede, todo lo perdona, todo lo tolera, dice la biblia, en tanto que los neocristianos ni perdonan, ni toleran, ni en definitiva, aman.

Quieren ver a personas arrastradas, con el peso de sus egos y la arrogancia, que según ellos caracterizó su obrar, hundiéndolos en el fango y la ignominia. Tienen sed de condenas, no de justicia.

Mientras el espíritu de la ley y de todos los aprendizajes humanos, es prohijar estadios para el desarrollo humano, pretender humanos libres, querer humanos felices y laboriosos, que se interrelacionen y tiendan a la felicidad colectiva, armoniosa y amorosa, muchos, según las encuestas, una nueva mayoría, quieren seres humanos presos, tristes y disminuidos. ¿Dónde hemos descendido?

No hablo de la práctica de dar a cada quien lo que corresponda, que es una obligación legal, hablo del deseo de que el prójimo delinca, o al menos sea acusado; porque me luce pedante, porque no me saludó, porque se olvidó que éramos lo mismo y se creció demasiado, y cientos de porqués; para que sea condenado y obligado a descender a mi nivel de vaciedad y miserias.

Enseño a mis hijos el bien, pero conozco de muchos que siendo inocentes parecen culpables y son tratados como tal, inocentes sin oportunidades de demostrar tal condición, llenando nuestras cárceles, dirigidos y controlados hasta para el ejercido de sus más básicas necesidades, y temo por el mundo que les legamos a los próximos. Tus hijos y los míos están a la presa de sedientos de sangre. Indefensos, si es que le hemos inculcado correctamente el bien.

En definitiva el Humano tiene que volcarse al Ser, pues lo primero es la plena condición animal que procura supremacías y contiendas de alfas, en tanto lo otro, es nuestro nexo con lo celestial, nuestro vínculo con Dios. Amémonos de corazón, no de labios ni de oídos.

Advierte que la falta de perdón puede ser una apertura para que Satanás nos haga desviar. Segunda de Corintios 2:5-11. ¿Es Satanás nuestro impulsor?

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